Por Marcelo Colussi -
Escritor y politólogo de origen argentinommcolussi@gmail.com
“Para los de arriba hablar de comida es una pérdida de tiempo. Y se comprende, porque ya han comido”. Bertolt Brecht
I
Acometer el tema de la pobreza es particularmente difícil. Lo es por  varios motivos. Por un lado, porque es muy complejo determinar  claramente sus causas, el proceso que la instaura, su dinámica general.  Pero por otro, porque es infinitamente más dificultoso encontrarle  soluciones concretas.
Indicando rápidamente, quizá como primera aproximación, que  identificamos pobreza con carencias materiales, con falta de recursos,  podría decirse que la historia misma de la Humanidad es una constante  lucha contra este fantasma. El puesto del ser humano en el mundo no está  asegurado de antemano; su realización es una permanente búsqueda de la  satisfacción de necesidades básicas que le permiten sobrevivir, búsqueda  que, a inicios del siglo XXI y con todo el potencial técnico que se ha  llegado a acumular, no termina nunca de colmarse. Hoy día se produce  entre un 40 y un 50 % más del alimento necesario para nutrir a toda la  población mundial, pero el hambre sigue siendo la principal causa de  muerte de nuestra especie, mientras que la actividad más dinámica, que  conlleva las más altas cuotas de inteligencia incorporada y genera la  mayor ganancia, es ¡la producción de armas!
De todos modos, la idea de pobreza no está especialmente ligada a ese  estado originario de carencia que debe ser satisfecho día a día. Un  pueblo determinado, en cualquier momento de su historia, simplemente  debe cumplir con el colmado de esos satisfactores para seguir  manteniéndose como unidad, con la tecnología que dispone según su grado  de desarrollo (paleolítico, agricultura de subsistencia, sociedades post  industriales, etc.). En esa tarea cotidiana, independientemente de su  capacidad productiva, no se siente “pobre”. La noción de pobreza aparece  cuando hay puntos de comparación: una sociedad es pobre con respecto a  otra vista como rica, una clase social es una u otra cosa relativamente a  otra, así como lo puede ser un individuo, sólo en parangón con otro -un  anacoreta, aunque desnudo, puede ser infinitamente rico, comparada su  vida espiritual con la de otro, un ciudadano urbano “estresado” por sus  deudas, digamos-. La pobreza habla, en todo caso, no de la cantidad de  medios de sobrevivencia sino del modo de su apropiación, de su  distribución social.
El jefe de una tribu bosquimana es pobre puesto en la bolsa de  valores de New York, pero no lo es en su contexto originario: allí es el  jefe. Seguramente hoy la vida de un trabajador término medio de  cualquier país industrializado es más rica en cuanto a acceso a bienes  materiales en relación a lo que puede haber sido la de un faraón  egipcio, o la de un Inca del Tahuantinsuyo. Pero hay una diferencia  sustancial entre la vida del ciudadano actual y la de un monarca.
Con todo esto, entonces, queremos situar la idea de pobreza -y por  tanto su contrario: la riqueza- en tanto productos históricos, sociales.  Un monarca, un jefe, el sacerdote supremo de la tribu, etc., dispone de  una cuota de poder definitivamente superior a la de un asalariado  moderno con acceso al confort material generado por la industria de  estos últimos 100 años, el cual no deja de ser, pese a todos los bienes  materiales, más pobre en términos de relación política. Sería tonto  quizá preguntar cuál es más rico o cuál más pobre. En todo caso esto nos  ilustra, una vez más, de lo complejo del tema. La reina Isabel la  Católica, en el poderoso reino español de fines del siglo XV e inicios  del XVI, estuvo ocho años con la misma blusa como promesa hasta que se  venciera a los moros. ¿Alguien osaría decir que era una pobre diabla  mugrienta?
II
Hacer una lectura histórica del concepto de pobreza lleva a una  exégesis que, además de no ser el objetivo de este breve artículo,  implicaría un recorrido monumental por la historia humana. Recorrido que  debería tomar en cuenta los distintos momentos habidos en relación al  desarrollo de la capacidad productiva, y a la forma en que el producto  de esa capacidad fue repartido socialmente.
Pobres ha habido siempre, dice una visión simplista de las cosas.  ¿Pero desde cuándo es posible comenzar a encontrarlos como tales en la  historia? En la época de las cavernas nada podría autorizar a verlos  como realidad social concreta. En todo caso, ante ese paso trascendental  que significa la humanización de algunos monos, más bien deberíamos ver  una riqueza cualitativa fenomenal: un animal comienza a modificar su  entorno natural, produce cambios deliberadamente, trabaja. He ahí una  primera riqueza humana espectacular, aunque las condiciones materiales  de sobrevivencia de aquellos ancestros hoy las pudiésemos ver como de la  más radical pobreza.
Se puede hablar con propiedad de pobres, ya como categoría  sociológica, en la medida en que aparecen sus contrarios: los ricos. Las  sociedades claramente divididas en clases sociales presentan pobres:  hay una división clara entre los que tienen y los que no tienen. ¿En  nombre de qué sucede esto, se establece, se acepta, se sacraliza? ¿Qué  mecanismo natural lo decide? No entraremos a ver el por qué de esta  dinámica histórica, dado que el tema exige, en sí mismo, un desarrollo  infinitamente más amplio de lo que aquí nos proponemos. Lo que sí puede  anticiparse es que el intentar dar respuestas convincentes a estos  interrogantes ha suscitado reflexiones, tomas de posiciones,  revoluciones y un sinnúmero de acciones varias en la historia universal,  sin que hasta el momento se haya superado el problema (porque sigue  habiendo pobres y ricos todavía, y como van las cosas, nada hace pensar  que eso vaya a desaparecer en lo inmediato).
En tanto hay una injusta, una inadecuada repartición del producto  social, hay pobres. Esto es: los pobres se definen en relación a sus  contrarios. Aunque pueda parecer un juego de palabras (pero no lo es,  por cierto), es especialmente reveladora esa oposición: hay pobres en  tanto hay ricos, hay quienes tienen menos (están carenciados) en tanto  hay otros que tienen demasiado (les sobra).
¿Por qué a algunos les sobra y a otros les falta? Este es el eje  medular para entender el fenómeno de la pobreza: hay quienes tienen poco  porque otros poseen de más.
Entendida así, entonces, la pobreza es un fenómeno enteramente  humano, social. No tiene parangón en el campo natural, no depende de  ningún determinante físico-químico. Insistimos con el concepto: la  pobreza no se define por la cantidad de riqueza que se le opone sino por  la calidad de su distribución. Un rey, aún en taparrabos, es rey, es  rico, comparado con sus súbditos. Y desde otra cosmovisión, un ascético  anacoreta en su reclusión voluntaria, aunque casi no coma ni acceda a  los placeres de la vida terrenal, en su riqueza espiritual se siente  infinitamente más rico que el mundano común. ¿Desde dónde y cómo “medir”  la pobreza entonces?
III
Hoy día, totalmente envueltos por una lógica mercantilista, por una  cultura del consumo a cualquier costo (capitalista, para decirlo sin  tanto rodeo), entendemos el concepto de pobreza en relación indisoluble  con la carencia de recursos materiales.
Desde ya, esa noción es correcta en un sentido: con el auge  espectacular de la producción, merced a la revolución científico-técnica  puesta en marcha hace un par de siglos y ya nunca más detenida, siempre  más rápida y en perenne expansión, la dinámica generalizada se resume  en el tener, en el consumir. El sentido implícito del proceso de  humanización, del progreso, es tener cosas materiales. La vida termina  valorándose en términos de objetos; se es lo que se tiene.
En ese escenario -impuesto desde que la economía capitalista europea  comenzó a expandirse por el mundo, actualmente globalizado y entronizado  con una fuerza desconocida anteriormente en la historia- ser pobre  significa no disponer de todas las cosas que la productividad humana  moderna puede ofrecer. Civilizaciones agrarias milenarias, que lograron  desarrollos fenomenales en términos culturales (la hindú, las americanas  precolombinas, la china) pasan a ser pobres frente a la avalancha  modernizadora de oferta de bienes. Surge ahí el mito del “desarrollo”, y  su contrario: el “subdesarrollo”’.
No cabe ninguna duda que la forma en que se va construyendo la  sociedad global entre desarrollados y subdesarrollados es, además de  injusta en términos éticos, absolutamente insostenible como proyecto  humano. No es aceptable, pero mucho menos es viable en el tiempo y en  relación a los recursos que provee la naturaleza, un modelo de  organización social donde el 20% de la población humana consume el 80%  del producto total.
Ligando la pobreza a esta visión fundamentalmente material, es  descarnadamente real que la brecha entre “ricos desarrollados” y pobres  “en vías de desarrollo” crece. Si el sueño del progreso  científico-técnico que ilusionó cabezas y corazones en pleno auge  positivista, en los inicios de la expansión del modelo capitalista, hizo  albergar expectativas respecto a una paulatina, pero finalmente total,  extinción de la pobreza en el mundo, hoy, más aún con las tendencias  neoliberales triunfadoras en este momento, se ve que ese prosperidad  universal está muy lejos de alcanzarse. Por el contrario: la brecha  entre ricos y pobres (entre Norte desarrollado y Sur subdesarrollado,  así como entre estratos beneficiados y postergados en lo interno de cada  estado nacional -fenómeno más especialmente acentuado en el Sur-)  crece. Dicho de otra manera: la pobreza crece. O más descarnadamente  aún: los pobres de carne y hueso crecen. De tres nacimientos que se  producen por segundo en el mundo, dos de ellos tienen lugar en un barrio  marginal de alguna atestada macro-ciudad del Tercer Mundo.
En el año 1820 el 20% más rico del planeta tenía 3 veces más que el  20% más pobre; para 1913 ese 20% más rico ganaba 11 veces más que el 20%  más pobre. En 1997, con un crecimiento descomunal de la productividad  en términos históricos, el 20% más rico accedía 74 veces más a las  riquezas producidas que el 20% más pobre. En países como Brasil y  Guatemala esa diferencia es aún mayor, llegándose al extremo patético de  120 a 1. El 6% de la población mundial posee el 59% de la riqueza total  del planeta, y 98% de ese 6% de la población vive en los países más  ricos. La población estadounidense, pese al declive que hoy día  experimenta su país como unidad nacional (¡pero no así sus grandes  empresas transnacionalizadas!), consume el doble de lo que consumía en  la década del 50 del pasado siglo, en su momento de mayor auge  económico.
Un perrito de un hogar término medio de un país del Norte consume en  promedio anual más carne roja que un habitante del Tercer Mundo. Mil  millones de personas no tienen acceso al agua potable, en tanto que  1.300 millones de personas disponen de menos de un dólar diario para  vivir. 1.000 millones son analfabetos. Era de las comunicaciones, pero  la mitad de la población mundial está a no menos de una hora de marcha  del teléfono más próximo. Según estimaciones de organismos  internacionales, el costo anual adicional para lograr el acceso  universal a servicios sociales básicos en todos los países en desarrollo  sería de 15.000 millones de dólares americanos (enseñanza básica, agua y  saneamiento para todos), en tanto que en los Estados Unidos se gastan  8.000 millones anuales en cosméticos, y 11.000 millones son gastados  anualmente en Europa en helados.
Según datos de Naciones Unidas, el patrimonio de las 358 personas  cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares -que pueden caber  en un Boeing 747- supera el ingreso anual combinado de países en los  que vive el 45% de la población mundial.
No caben dudas: lamentablemente, pese a la ¿cooperación al  desarrollo? existente, la pobreza crece. Valga agregar, como dato no  menos escalofriante, que en 50 años de “cooperación” que el Norte viene  desplegando con el Sur, desde la ya legendaria Alianza para el Progreso  del presidente John Kennedy en los años 60, ni un solo pobre en el mundo  dejó de ser tal gracias a estos mecanismos de ¿solidaridad?, lo que  muestra que esas políticas no son sino otros tantos instrumentos de  control social.
Además de constatarlo por los datos anteriores (escalofriantes desde  ya), podemos ver ese crecimiento de la pobreza con otros indicadores (no  menos alarmantes): en el planeta, y fundamentalmente en el área  desarrollada, se destinan más de 500.000 millones anuales para drogas  (segunda actividad económica de la especie humana en la actualidad) y  más de un billón anual (más de 30.000 dólares por segundo) a gastos  militares (el rubro más rentable). Que se gasten esas cifras  astronómicas en helados, cosméticos, estupefacientes y armas también nos  lo dice: la pobreza crece (¡y no necesitamos ser el ermitaño asceta  para entender lo que eso significa!).
IV
Estamos frente a un prejuicio, hoy ya globalizado, donde la idea de  desarrollo está ligada indisolublemente a progreso material. Grandes  culturas de la historia, con enormes avances técnicos, con profundas  enseñanzas morales, medioambientales, con reflexiones acerca del  fenómeno humano de gran valía, como lo decíamos más arriba, puestas en  comparación con el rasero técnocrático-economicista que rige actualmente  el mundo, aparecen como atrasadas, pobres. Lo son, según ese criterio,  porque no han seguido el ritmo de crecimiento técnico y de acumulación  de riquezas que se dio en Europa. ¿Son “pobres” la tragedia griega, la  cosmovisión maya, el arte chino, la filosofía budista?
¿Podríamos, con una actitud serena y objetiva, atrevernos a seguir  llamando pobre a una cosmovisión que pone el acento en el equilibrio ser  humano/medio ambiente (como por ejemplo la de los pueblos americanos  tradicionales) cuando vemos el disparate ecológico que ha causado el  desarrollo industrial, con niveles de degradación del planeta por falta  de previsión y afán enfermizo de lucro rayanos en la demencia? ¿Cuál es  ahí la riqueza?
¿Podríamos, con una actitud serena y objetiva, atrevernos a seguir  llamando pobre a civilizaciones que no necesitan de un consumo cada vez  más masivo de narcóticos para huir de sus realidades como sucede en los  países industrializados? ¿Cuál es ahí la riqueza?
¿Y cuál es la riqueza que nos propone el modelo de consumo  desarrollado? Fundamentalmente eso: ¡consumo! Consumo como motor de la  vida, consumo por el consumo mismo. Su arquetipo es un ciudadano  tranquilo, que no protesta (que tampoco disfruta la tragedia griega ni  el arte chino), sentado ante la pantalla de televisión (¿Hollywood, Walt  Disney?), tomando Coca-cola y usando sus tarjetas de créditos. ¿Esa es  la riqueza? Valga decir que todo eso luego hay que pagarlo, y hoy vemos,  con la crisis galopante del imperio mayor del capitalismo, por dónde  van las cosas: la deuda es materialmente impagable, tanto la pública  como la privada (cada ciudadano estadounidense tiene en promedio 5  tarjetas de crédito y 7.000 dólares de deuda). ¿Dónde queda la riqueza?
Por cierto que no se pretende transmitir una idea ingenuamente  bucólica de civilizaciones no-occidentales pre industriales; desde ya  que la calidad de vida que la tecnología nos puede proporcionar (agua  potable, saneamiento ambiental, más y mejores alimentos, educación para  todos, comunicaciones, más tiempo libre, etc.) es fabulosa, y por cierto  hay que bendecirla. Las comunidades hippies de no-consumo, en tanto  islas alternativas en medio de la vorágine moderna, son insostenibles  (la historia lo demostró). Lo que debe ser puesto en debate -debate que,  por cierto, ya está abierto, y debe seguir alimentándose- es la idea de  riqueza que los modelos modernos y post modernos nos ofrecen.
La riqueza no puede ser solamente consumir. Gastar cantidades  impresionantes en helados, mascotas, cosméticos o estupefacientes junto a  gente que come una vez por día, o no come, no constituye ninguna  riqueza en términos humanos. Habla, en todo caso, de modelos de  desarrollo, de visiones de la vida y de proyectos de ser humano que  evidencian, fundamentalmente, una pobreza existencial profunda  (alarmante, sombría). Si esa es la riqueza que nos ofrece el  post-modernismo (cada uno con su propio vehículo, consumiendo gaseosas y  hamburguesas -¡o estupefacientes!-, y con la lap top hasta para ir al  baño), si la profundidad de la tragedia griega se reemplazó por King  Kong y la hondura de los sistemas de pensamiento orientales dieron lugar  a los libros de autoayuda realmente, como dijera Saramago, nos  merecemos desaparecer come especie.
Desde ya el problema de la pobreza no es una cuestión de actitud  moral, de caridad para con el desposeído. Ejércitos de Madres Teresas y  de voluntariados (tan a la moda hoy día) no alcanzan; ni siquiera sirven  para hacerle cosquillas al problema. El tema de la pobreza es  claramente una de las preguntas medulares que atraviesan la historia  humana. Que su respuesta debe ser difícil lo evidencia el estado actual  del mundo: cada vez más armas, más helados y más cosméticos, y cada vez  más pobres (y no sólo los que no comen; también los que no saben qué  hacer con el tiempo libre…. ¿consumir Hollywood, o videojuegos? ¿Drogas  quizá?). La pregunta en torno a la pobreza es una interrogación sobre la  condición humana misma. ¿Por qué nos resulta tan tentador dejarnos  seducir por la Coca-cola y las hamburguesas? ¿Tan pobres somos?
Luchar contra la pobreza implica, como mínimo, repartir más  equitativamente los productos del trabajo humano (lucha política  fundamentalmente -que indirectamente incluye lo militar, continuación de  la política por otros medios-). Pero también implica no dejarnos de  plantear esas preguntas que hacen a lo más hondo de nuestra existencia.  Digámoslo con un ejemplo: la población de Europa del Este, todavía en la  era del “socialismo real”, ayudó a hacer caer el muro de Berlín  fascinada por la videocasetera o el pantalón vaquero que sus economías  no le proveían. Hoy se lamentan de lo perdido, y en cada ocasión que  tienen, manifiestan su añoranza por la seguridad material mínima que ya  no pueden tener. Entonces, complementando la pregunta anterior, habría  que agregar -para preguntarse con la misma fuerza-: ¿por qué nos seducen  tanto los espejitos de colores?

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